Cuando se habla de clientelismo, la imagen que se suele tener es la de políticos con pocos escrúpulos manejando planes sociales, terrenos fiscales, sumas pequeñas de dinero -"el chori y la coca", como se dice- a cambio de votos o concurrencia a actos. Los clientes ahí son los más pobres, que dependen de los "punteros" para obtener cosas elementales. Pero hay otras formas, de las que se habla menos, que abarca a las clases medias y a sectores VIP.
La primera está vinculada a profesionales que, frente a un mercado cada vez más difícil, ven en el Estado la salida laboral por excelencia. Ante un sistema de designación donde la selección por mérito no es la regla, la adhesión político-partidaria es la llave. Agrupaciones como La Cámpora - cuyos miembros fueron calificados por Hugo Moyano como más preocupados por el salario que por la militancia- son vistas como una oportunidad de desarrollo por jóvenes profesionales. Uno no puede saber en cada caso la razón del apoyo al oficialismo de turno, si las convicciones y creencias llevaron a considerarlo como la mejor alternativa y el puesto rentado es una natural consecuencia, o si es a la inversa; lo que sí es claro es que la tendencia siempre va hacia quien tiene el manejo de la caja.
Sería un error centrarse en temas morales y condenar al cambio de convicciones por trabajo: el que estudió una carrera pretende vivir de lo que sabe y en un país donde el Estado crece como empleador y no todos pueden o tienen la capacidad o vocación para desarrollarse en la actividad privada, la búsqueda del puesto público es a veces la única alternativa. El problema es sistémico y varios factores coadyuvan; superpoblación de profesionales en ciertas áreas, formación en muchos casos insuficiente y el gobierno como dador de empleo de baja productividad.
Hay otro tipo de clientelismo que maneja cifras muy superiores y que cumple un rol importante en la influencia sobre la opinión pública. Artistas de todo tipo que reciben contratos del Estado -y no sólo del nacional, sino también de las provincias y municipios- para animar los cada vez más frecuentes espectáculos gratuitos (sin costo para el concurrente, pero no para el contribuyente) por montos que difícilmente pudiesen obtener sin el apoyo de los fondos oficiales. Escritores que tienen espacios en televisión a cambio de interesantes honorarios. Actores que trabajan en programas de escasa audiencia, pero paga asegurada. Directores de cine que reciben subsidios que nunca se recuperan por falta de interés del público en sus películas. Medios de comunicación que aumentan la publicidad oficial en forma proporcional al número de loas. Todos, en algún momento u otro, demuestran su lealtad a quienes los contrataron, incluso aquellos que nunca habían manifestado interés en la política. Al igual que en los otros casos, no se sabe si la convicción precedió a la conveniencia.
Así las cosas, puede ser injusto criticar al que vende su concurrencia a un acto a cambio de un plan o de cien pesos, cuando profesionales de clase media o empresarios y artistas lo hacen, pero por montos superiores, con necesidades menos acuciantes y poniendo su capacidad al servicio de ideas en las que no creen. Poner fin a estas prácticas requiere terminar con el uso discrecional de los fondos públicos, reglas claras para determinar quién recibe un terreno, unas chapas, un plan, un nombramiento, un contrato, una pauta publicitaria o cualquier otro beneficio.
Un país que no fomenta el desarrollo de la actividad privada ni incentiva a los emprendedores y cuyo Estado se transforma para muchos en la única opción laboral prepara el terreno para relaciones clientelares, que degradan el tejido social. Así, el ciudadano no recibe derechos universales, sino favores particulares, los que debe, de alguna u otra manera, pagar. No olvidemos que la decadencia de Roma comenzó cuando su pueblo dejó de producir para sobrevivir como cliente de los ricos, que cimentaban sus fortunas en el trabajo de los esclavos
Fuente: Vivir en la cultura del clientelismo, Por Iván Ponce Martínez - La Nación - 10/04/12
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