Obdulio Varela consiguió lo que casi nadie pudo en la historia del fútbol: que su nombre se hiciera también un adjetivo que califica sin necesidad de explicaciones añadidas. Ser "un Varela" o "un Obdulio" o "un Negro Jefe" resulta, en Uruguay, una inequívoca señal de caudillo, de líder, de personalidad brava y leal. Fue crack sin la habilidad de Maradona; fue emblema sin la estampa de Beckenbauer; fue decisivo sin los goles de Pelé.
Y hubo un instante clave del día en que se recibió de leyenda perpetua. Friaca acababa de poner a Brasil en ventaja, en la antesala de esa consagración que parecía inevitable, en el Mundial de 1950. Entonces Varela se adueñó de la escena. Después, lo contó: "Lo que hice fue demorar la reanudación del juego, nada más. Esos tigres nos comían si les servíamos el bocado muy rápido. Entonces a paso lento crucé la cancha para hablar con el juez de línea, reclamándole un supuesto off-side que no había existido, luego se me acercó el árbitro y me amenazó con expulsarme, pero hice que no lo entendía, aprovechando que él no hablaba castellano y que yo no sabía inglés. Pero mientras hablaba varios jugadores contrarios me insultaban, muy nerviosos, mientras las tribunas bramaban. Esa actitud de los adversarios me hizo abrir los ojos, tenían miedo de nosotros. Entonces, siempre con la pelota entre mi brazo y mi cuerpo, me fui hacia el centro del campo de juego. Luego vi a los rivales que estaban pálidos e inseguros y les dije a mis compañeros que éstos no nos pueden ganar nunca, los nervios nuestros se los habíamos pasado a ellos. El resto fue lo más fácil".
Las particularidades de aquel encuentro decisivo y de la actuación de Varela las contó el escritor argentino Osvaldo Soriano en "Artistas, locos y criminales" (1983): "Los uruguayos atropellaban sin respetar a un rival superior pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando no la tenía, era porque la había prestado por un rato a sus compañeros para que se entretuvieran".
Tras el Maracanazo, contrariado entre el triunfo y tanta decepción ajena, se metió en la noche de Río de Janeiro. Bebió desencantos por los mostradores de la ciudad de esa tristeza sin fin, abrazado a sus vencidos. Nadie sabía quién era ese grandote que no hablaba portugués. Era el mismo que un rato antes de la epopeya deportiva uruguaya les había dicho a sus compañeros su frase más recordada: "Los de afuera son de palo. Cumplidos... Sólo si somos campeones". Los dirigentes daban por válida una derrota decorosa. En el estadio carioca, monstruo de 200 mil cabezas, habitaba la certeza de la victoria.
No le importaban la televisión, las revistas, las apariciones públicas, los reportajes, la gloria breve de un título. Varela vivía de espaldas a los carteles luminosos y no se paraba en los puestos de diarios para verse en las tapas de las revistas. Antonio Mercader (alguna vez ministro de Educación del Uruguay) lo escribió en 1974, en la revista Siete Días: "Desde que volvió de Maracaná le huye a la fama. En 1950 bajó del avión en Carrasco, pidió un sombrero y se lo calzó hasta los ojos; levantó las solapas del impermeable y así camuflado se escurrió entre la gente. Se aisló, rehuyó a los periodistas que sitiaron su casa y durmieron en la vereda, esperándolo. Todavía sigue en la misma. '¿Entrevistas? ¿Para qué?'"
Eduardo Galeano, escritor uruguayo, mago de las palabras, lo contó a Obdulio en el marco de una huelga de futbolistas de aquel lado de la Orilla Rioplatense: "Mucho los ayudó el ejemplo de un hombre de frente alta y pocas palabras, que se crecía en el castigo, levantaba a los caídos y empujaba a los cansados: Obdulio Varela, negro, casi analfabeto, jugador de fútbol y peón de albañil".
Obdulio Jacinto Muiños Varela nació en Montevideo un día antes de que brotara la primera de 1917. Se lo conoció por su nombre, por el apellido de su madre y por su apodo que también hablaba de él: Negro Jefe. Jugó en el Club Deportivo Juventud y en Wanderers. En 1943 fue transferido a Peñarol, con el que obtuvo seis campeonatos. En la selección uruguaya debutó en 1939 y tres años más tarde ganó la Copa América. Lo mejor sucedería en los Mundiales: con él y su número cinco en la espalda dentro del campo de juego, La Celeste no conoció la derrota. En Suiza 1954, sin Obdulio en la cancha, Hungría lo eliminó en semifinales.
Los dirigentes lo querían menos que poco. Era incómodo ese grandote lento, de hablar poco y de decir mucho. Por ejemplo, cuando Peñarol decidió ponerle publicidad a las camisetas, Obdulio se negó. Todas las camisetas la lucían, menos la de ese centrojás que parecía capaz de todo. Tiempo después, la conducción del club le quiso dar al Negro Jefe el doble del premio que a sus compañeros. Lo dijo en una frase: "Para todos 500; o también para mí 250". Y cada jugador recibió lo mismo: 500 pesos.
Se fue del modo que eligió: austero, sencillo, en silencio. Cuando estaba por cumplir 79 años, murió entre pobrezas. Pero se llevó algo y para siempre: toda la gloria que podía caber en su cuerpo enorme.
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