Viejas y nuevas (re) formas
"Consagra la igualdad y reproduce desigualdades, es poder establecido y en movimiento", dice el autor de la maquinaria de esencia contradictoria.
Todos contamos con "el Estado", esa entidad/espacio/referencia omnipresente, aún en su ausencia o ubicuidad, a la hora de definir nuestro lugar en el mundo, sea como individuos, ciudadanos, pueblo o nación. Veámoslo como un mínimo común denominador de las sociedades en toda su diversidad y complejidad. También, como un factor multiplicador de aspiraciones, proyectos y potencialidades; una resultante de sus combinatorias e interacciones. Allí tenemos prefigurado un piso y un horizonte de lo que un Estado fue y sigue siendo, desde los tiempos de Hobbes, Hegel, Marx, Max Weber y Antonio Gramsci hasta la actualidad.
En su núcleo duro está el poder. Esto es, la capacidad para producir –o no– esa sinergia tan prodigiosa como imposible de lograr en forma acabada. Y aquí su primera contradicción: el concepto instalado por Maquiavelo (Lo stato) remite a una entidad establecida, detenida. Pero su realidad es la de un constante movimiento. Es el ancla de los derechos de la ciudadanía y el motor de sus necesidades y demandas. Consagra la igualdad y reproduce desigualdades; poder establecido y en movimiento, instituido e instituyente, que se cristaliza en instituciones y marcos jurídicos y a la vez, se manifiesta en las fuerzas sociales que acatan o cuestionan tales referencias.
Por eso Guillermo O' Donnell acierta cuando introduce su gran ruptura con las definiciones jurídico-normativas: el Estado no es sólo su aparato burocrático y sus instituciones, sino también y sobre todo, un conjunto dinámico de relaciones sociales. Inclusive aquellos fenómenos que prosperan en los márgenes y minan su legitimidad, lo necesitan para autojustificarse: el narcotráfico no sería redituable si no fuera ilegal, la corrupción es posible porque existe el dinero público.
Y un factor más: hay muchas formas en las que el Estado puede perder el control del territorio, también cuando la tierra y la naturaleza se sublevan y escapan a toda pretensión de dominio humano: preguntémonos dónde estuvo el Estado en Chile en las horas aciagas del terremoto.
Segunda contradicción, irreductible e irresoluble: todos, la izquierda y la derecha, los sectores progresistas como los conservadores, liberales, socialistas o populistas, reclaman que el Estado "cumpla cabalmente" con funciones sobre las cuales –se sabe a esta altura de los tiempos posmodernos y el cambio climático–, por sí sólo y en tanto tal, difícilmente podrá responder satisfactoriamente en plenitud. La apelación al Estado viene aquí de la mano con su caracterización defectuosa: ciudadanías de baja intensidad, Estados débiles, desertores o fallidos. La demanda de que el Estado recupere atribuciones o facultades que perdió en algún momento de la historia, que debemos "reconstruir el Estado" para que éste pueda cumplir con las metas de seguridad pública, defensa externa, desarrollo humano, el crecimiento económico y la equidad social, en tanto remite a ese pasado mítico, contiene las semillas de su propia frustración.
Tercera contradicción. Porque estamos hablando, además, de un Estado democrático, encargamos a un grupo de personas para que ejerzan el mandato de llevarnos a buen puerto, administren y gestionen la cosa pública. Pero, como se trata también de un Estado republicano, esperamos que no se confunda Estado con gobierno, y las personas con los roles que ellas cumplen transitoriamente. Encarnamos la conducción del Estado en un/a Presidente, y le fijamos límites y controles que, en caso "de necesidad y urgencia", serán (in)debidamente soslayados en aras de la gobernabilidad.
¿Cómo detener al poder y, al mismo tiempo, evitar la impotencia o ingobernabilidad?
Hannah Arendt encuentra la llave maestra para resolver este dilema en la interpretación que hacen Jefferson y Madison de la máxima de Montesquieu, "sólo el poder contrarresta al poder": "la única forma de detener al poder y mantenerlo, a la vez, intacto es mediante el poder; de tal forma que el principio de la separación de poderes no sólo proporciona una garantía contra la concentración del poder por una parte del gobierno, sino que realmente implanta en el seno del gobierno, una especie de mecanismo que genera constantemente nuevo poder, sin que, no obstante, sea capaz de expandirse y crecer desmesuradamente en detrimento de los restantes centros o fuentes de poder" (Sobre la revolución, cap.4). En suma, la división de poderes –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– no sería, en tal caso, un juego de suma cero en el que uno gana lo que el otro pierde, sino un juego incremental que resolvería esa cinchada recurrente entre Ejecutivos decisionistas, Parlamentos obstruccionistas y Magistraturas politizadas.
Fuente: Viejas y nuevas (re) formas, Por Fabián Bosoer - Revista Ñ - 13/03/10
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario