… Para amar a la Patria basta ser hombre, para ser patriota es preciso ser ciudadano, quiero decir, tener las virtudes de tal. De ahí resulta que acaso no tenemos idea de esta virtud, sino por la definición que dan de ella los filósofos; a todos oigo decir que son patriotas, pero sucede con esto lo que con los avaros, que en apariencia son los más desinteresados, y a juzgar de su corazón por los sentimientos que despliegan sus labios, se creería que el desinterés es su virtud favorita. La esperanza de obtener una magistratura o un empleo militar, el deseo de conservarlo, el temor de la execración pública y acaso un designio insidioso de usurpar la confianza de los hombres sinceros; éstos son los principios que forman los patriotas de nuestra época. No lo extraño; el que jamás ha sido feliz sino por medio del crimen, del disimulo y de la insidia, se persuade de que hay una especie de convención entre los hombres para ser sólo virtuosos en apariencia; sin advertir que esta moral varía según los tiempos, y que sólo es propia de esos desgraciados pueblos, donde el ruido fúnebre de las cadenas que arrastran, los hace meditar cada día nuevos medios de envilecerse, para ser menos sensibles a la ingnominia.
El que no tenga un verdadero espíritu de filantropía o interés por la causa santa de la humanidad, el que mire su conveniencia personal como la primera ley de sus deberes, el que no sea constante en el trabajo, el que no tenga esa virtuosa ambición de la gloria, dulce recompensa de las almas grandes, no puede ser patriota, y si usurpa este renombre es un sacrílego profanador. Yo compadezco a los americanos, y me irrito contar esos astrabiliarios pedagogos que venían del antiguo hemisferio a inspirarnos todos los vicios eversivos de estas grandes virtudes: ellos merecen nuestra execración, aún cuando no sea más que por la barbarie e inmoralidad que nos han dejado en patrimonio.
Sólo la fuerza ha podido vencer el hábito casi convertido en naturaleza, y descubrir por todas partes espíritus dispuestos a hacer frente al error y a la preocupación. Sigamos su ejemplo y hagamos ver que somos capaces de tener patriotismo, es decir, que somos capaces de ser libres, y de renovar el sacrificio de Catón después de la batalla de Farsalia, antes que ver tremolar nuevamente el pabellón de los tiranos, y quedar reducidos a la ignominiosa necesidad de postrar delante de ellos la rodilla, y saludarlos con voz trémula para subir luego al suplicio, como lo hacían los romanos en la época de su degradación.
Mas no perdamos de vista, que nuestra alma jamás tomará este temple de vigor y energía, mientras nuestro corazón no se interese en la suerte de la humanidad y entremos a calcular los millares de hombres existentes y venideros, a quienes vamos a remachar las cadenas con nuestras propias manos si somos cobardes, o sellar con las mimas el decreto de su libertad e independencia, si somos constantes. Yo veo envueltos en el caos de la nada a los descendientes de la actual generación, y mi alma se conmueve y electriza cuando considero que puedo tener alguna pequeña parte en su destino: pero después me digo a mí mismo, ¿es posible que las sectas del fanatismo, y los sistemas de delirio tengan tantos mártires apóstoles y prosélitos; al paso que la causa de los hombres apenas encuentra algunos genios distinguidos que la sostengan y defiendan?. Yo me veo obligado a inferir de aquí que son pocos los patriotas, porque son pocos los que aman la causa de sus semejantes: y si algunos la aman, su conveniencia personal, y poca constancia en el trabajo, los convierte en refinados egoístas.
Muy fácil sería conducir al cadalso a todos los tiranos, si bastara para esto el que se reuniese una porción de hombres, y dijesen todos en una asamblea, somos patriotas y estamos dispuestos a morir para que la patria viva: pero si en medio de este entusiasmo el uno huyese del hambre, el otro no se acomodase a las privaciones, aquél pensase en enriquecer sus áreas, en dilatar sus posesiones, en atraerse por un lujo orgulloso las miradas estultas de la multitud, y éste temiese sacrificar su existencia, su comodidad, su sosiego prefiriendo la calma y el letargo de la esclavitud a la saludable agitación y dulces sacrificios que aseguran la LIBERTAD, quedarían reducidos todos los aquellos primeros clamores a una algarabía de voces insignificantes propias de un enfermo frenético que busca en sus estériles deseos el remedio de sus males. Pero quizá me dirá el pusilánime egoísta, que su espíritu se resiente de una empresa tan ardua, y que la incertidumbre del éxito hace fluctuar su resolución: y yo pregunto, ¿en qué está la incertidumbre? Las circunstancias son favorables, los enemigos interiores que tenemos no pueden hacer progresos sin destruirse, y los mismos cuidados que nos causan hacen un contraste a las rivalidades recíprocas que nunca faltan: las potencias europeas se hallan como encadenadas por sus mismos intereses, y ninguna nación emprende conquistas en los momentos que teme debilitarse: hará tentativas cautelosas, y aún las ocultará porque su descubrimiento podría influir en los celos, y apoyar los cálculos de sus vecinas: nuestros recursos por otra parte no son mezquinos: tenemos brazos robustos, frutos de primera necesidad, y para abundar en numerario bastará que el gobierno considere lo imperioso de las circunstancias, y el arbitrio inevitable que han tomado las naciones en igual caso. ¿A qué ese monopolio de caudales en tres o cuatro individuos; quizá enemigos del sistema? A ninguno se le quita lo que es suyo, ¿pero por qué no suplirá el estado sus urgencias con los caudales de un poderoso, que en nada contribuye; especialmente cuando la constitución protege sus mismos intereses, y puede asegurar el reintegro de un suplemento? Desengañémonos, la incertidumbre del éxito no pende de una causa necesaria y extraña, sino de nosotros mismos: seamos patriotas, esto es, amemos la humanidad, sostengamos los trabajos, prescindamos de nuestro interés personal y será cierto el éxito de nuestra empresa.
Bien sé que hay muchas almas generosas, que desembarazadas de todo sentimiento servil, no tienen otro impulso que el amor a la gloria: éstas no necesitan sino de sí mismas para hacer cosas grandes: ellas imitarán al intrépido romano que inmoló sus propios hijos para salvar la patria, y emularán la virtud de los 300 espartanos, que se sacrificaron en el paso de las Termópilas por obedecer a sus santas leyes. La mano del verdugo, el brazo de un déspota, el furor de un pueblo preocupado, nada intimida a los que aman la gloria. Seguros de que vivirán eternamente en el corazón de los buenos ciudadanos, ellos desprecian la muerte y los peligros con tal que la humanidad reporte alguna ventaja de sus esfuerzos. Esta clase de hombres es la que expulsó de Roma a los Tarquinos, la que dio la LIBERTAD a la Beocia, a Tesalia y a toda la costa del mar Egeo, la que hizo independiente a la América del Norte en nuestros mismos días, y la que formará en la del Sur un pueblo de hermanos y de héroes. No hay dificultad, ya veo la aurora de este feliz día. ¡Oh, momento suspirado! Las almas sensibles te desean, y se preparan a sufrir toda privación, todo contraste por tener la gloria de redimir la humanidad oprimida: los patriotas de corazón han jurado no acordarse de sí mismos, no volver al seno del descanso hasta afianzar en las manos de la patria el cetro de oro, y ver espirar al último tirano, a manos del último de los esclavos, para que no queden en nuestro hemisferio sino hombres libres y justos.
Bernardo de Monteagudo
3 de enero de 1811.
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